Empecinado en seguir - a pesar del dolor – Rafa decide
cortar por lo sano y disparar de lejos. Su memoria le dice que fue así que se
lastimó hace poco, pero debe probar.
Patea, gol (el aliento de la gente).
Tras convertir, Rafa corre motivado al campo de su equipo,
se saluda con sus compañeros y, a poca distancia del área propia, da un paso al
trote y siente un tirón. Desconsolado, sale de la cancha.
Yo, del equipo rival, propongo buscar a Gonzalo G, que
custodia la casa del Rey Diego.
Tras un trote, llego al edificio y llamo por el portero
eléctrico. Y al ser atendido por el guardia, explico nuestra situación, a lo
que “El guardia” rápidamente me responde lo siguiente:- “Pero no tengo
zapatillas. Bueno, voy”.
A partir de ese momento, se pudo jugar el partido.
Cuando todo comenzó, los jugadores que había en mi equipo se
llamaban a sí mismos: “Los Buenos”, y con tremendo entusiasmo, inflaron su
pecho con un aire de victoria asumida que los derrotó. Nosotros, que veíamos
con confianza una victoria “accesible”, poco a poco nos fuimos dando cuenta de
que tal cosa no existe y, lo que al comienzo del partido parecía ser plausible,
se convirtió en una tristeza suprema.
En mi equipo jugaba un tal Andrés O., que siente muchísimo
respeto por el otro (cosa que el otro a menudo sabe capitalizar), y que servía
de gran compañía a la hora de atacar. También teníamos un Facundo, pero no el
de siempre, sino ese que se parece a Lucifer, con su barbita y bigotes,
acompañados de una sarcástica sonrisa.
La cuestión es que por nuestra voluntad fue que buscamos el
buen juego, los pases y las arremetidas violentas en busca del gol. Pero ellos
fueron más. Y cada vez que desperdiciábamos una oportunidad, ahí estaban ellos
para convertirla en un paso más para su victoria.
Al final, ganó el equipo que mejor jugaba. Al final también,
me acerqué a pagar el alquiler de la cancha a ese muchacho que, a pesar de ser
delgado y de brazos flacos, tiene postura de fisicoculturista.
Cuando saldé nuestra deuda, le pedí por favor que nos anote
para el domingo siguiente.
El muchacho me dijo con un tono de voz hiriente:- Son 100
(cien) pesos de seña.
-Pero venimos siempre, ahora no tenemos- dije yo.
-No puedo hacer nada- dijo el.
En lo más profundo de mi alma lo odié, pero al rato consideré
que a mi no se me dan bien las relaciones humanas y que tal vez no se acuerda
de mi o me tiene bronca por alguna de mis no-manifestaciones públicas, como no
saludar. Pero todas esas son consecuencias de mi timidez y en absoluto tienen
que ver con la maldad verdadera, es más bien un temor irracional a la exposición
disfrazado de antipatía.
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